30/12/15

Un año más

A finales de enero dormimos en Berlín en una casa que tenía en la entrada butacas de cine para descalzarse y ventanas que daban a un cementerio judío nevado. Mientras tu trabajabas yo me refugié en el museo de la RDA donde descubrí la afición por el nudismo de los alemanes del este. Fuimos a la presentación de un libro sobre expatriados españoles cansados de serlo y en los canales de Kreuzberg maquillados de bicicletas quietas entendí por qué te duele la ciudad donde has vivido 15 años.


En febrero fuimos a enterrar a mi abuela Julia a Torrelavega. Mi tía había hecho recordatorios con una foto suya y unos versos de mi padre, su hijo. Y de qué forma se han aniñado / los ojos que vigilan maternales / la expedición de un niño por los pinares / mientras llegaba tan despacio el mediodía / de agosto en la Ribera. Llovía muchísimo. Repartimos las cenizas sobre la tierra mojada y plantamos encima hortensias rosas. Al llegar a casa la llave no abría así que improvisamos una acampada de protesta mientras venía el cerrajero. Minutos después descubrimos que no había agua caliente;  el técnico de urgencia liquidó también la calefacción. Dormimos envueltos en mantas como canelones que tiritan y luego fuimos a desayunar al Sardinero en el mismo momento en que se levantaba un huracán. Decidimos adelantar la vuelta a la meseta.

Enseguida llegó marzo y Rafa y Alicia volvieron a abrirnos las puertas de su casa en Mallorca. Buscamos conchas en la playa, comimos arroz, por supuesto ensaimadas, y nos metimos por dirección prohibida buscando una farmacia para Carlota, que lloraba porque los huesos a veces le crecen demasiado rápido, como al protagonista de Big Fish. En marzo me dieron una columna en el periódico y la llamé Jóvenes y Malditos (con los años me estoy volviendo una sentimental). La primera la titulé El cielo de Madrid y era una historia corta, mitad esperanza,  mitad nostalgia, como casi todas las que escribí después.

El 24 de marzo un avión chocó contra los Alpes franceses. El copiloto se había suicidado y había matado a 144 pasajeros. Durante días nos preguntamos dónde nace la locura, hasta dónde llega, si se puede detectar antes de los trozos de alas y muerte en las rocas. Si alguna vez tuvimos (algunas) respuestas, la actualidad iba a volver a dejarnos mudos.

En abril nos visitaron Raúl, Arantxa, Violeta con sus dibujos de flores y Ferrán con sus palabras inventadas. En el periódico me tuve que encargar de los encuentros digitales, que consisten en invitar a gente que está promocionando algo -o a sí mismos- y pasarles preguntas de lectores curiosos (le cogí cariño al que preguntaba a todas las mujeres si tenían cosquillas).  Fue polémica la visita de Iñaki Rekarte. No adiviné si miraba con odio, arrepentimiento o soberbia, pero creo que dejarle hablar no era comprenderlo, ni perdonarlo.

Plaza redonda de Lucca, y Florencia la nuit. 
En mayo me llevaste a la Toscana, a las calles medievales de Lucca, desiertas bajo la lluvia, y su plaza redonda de fachadas amarillas escalonadas. Subimos a la Torre Guinigui, coronada en la cumbre por un jardín de encinas. Cenamos el mejor risotto de Italia y construimos una muralla de almohadas en una cama con dosel, conquistada. En Florencia recorrimos los Jardines de Bóboli, nos hicimos pasar por estatuas y vimos atardecer en los puentes del Arno. Acribillados por mosquitos llegamos a Bolonia, la ciudad rojo vino, ladrillo y comunismo. Antes de volver, repartimos en la maleta triángulos de parmesano que nos duró la primavera entera. En las elecciones municipales nos dijeron -nos dicen, todavía- que el cambio no es suficiente excusa para la alegría, pero en casa aplaudimos cuando se fue por fin la impresentable Rita Barberá, cuando llegaron Carmena, Colau, las Mareas gallegas.

En junio fue la despedida de soltera de mi hermana y con una furgoneta decorada con broches de penes y guirnaldas de verbena llegamos a Granada. Dormimos en una casa llena de puertas con las mismas vistas que el mirador de San Nicolás, comimos miel con berenjenas (en esa proporción) en un bareto de azulejos y pescado frito en un chiringuito en Salobreña, donde un tipo insistente nos cantó todo su repertorio mientras las sombrillas volaban por los aires. Esos tres días asistí a un maravilloso teatro inesperado en el que las mejores amigas de mi hermana desnudaban sus miedos y sus sueños, preguntaban con una franqueza arrasadora y hacían reír a la futura esposa.  A mediados de mes fuimos al Festival de les Arts en Valencia, también un par de días a Sigüenza, donde sólo había curas y una orquesta de pueblo (a ti te traen recuerdos) enfrente de una iglesia.


El último día de junio me dijeron en la redacción que no volviera hasta septiembre, tenía un contrato fijo discontinuo. El Mundo publicó meses después un editorial sobre “la perversa fórmula del despido por vacaciones”. Aquellos días estuve a punto de cambiar de periódico y me pregunté por qué hemos convertido en tabú el trabajo, por qué acumulamos frustraciones en silencio. Me han hecho falta cinco años para comprender que soy la única persona que puede salvarme. (En agosto firmé mi primer contrato indefinido).

El sábado 4 de julio se casaron mi hermana y Javi. Se habían conocido siete años antes en una Nochevieja. Javi siempre ha contado que ella se le insinuó y Carmen siempre ha defendido que sólo se apoyó contra la pared mientras hacía cola para el baño. Con 37 grados a mediodía, en el parque de Fuente del Berro, dijeron “sí” y se besaron como cualquier otro día, pero con pajarita él y un vestido corto blanco, ella. Las madres lloraron -los dos padres no están- y yo pensé que mi hermana crecía muy deprisa y le miré los dedos meñiques para confirmar que siguen siendo gorditos como los de una niña. Por la noche nos pusimos los vestidos largos, bailamos en la calle con un grupo de dixieland y comimos tarta. 

Días después nos fuimos a Bretaña. Allí los árboles se comen el cielo y  las flores tienen colores tan vivos que es fácil entender por qué Monet o Gauguin fueron allí a pintar. Vimos la costa de granito rosa de Perros Guirec, con rocas con forma de botella, de osos tumbados, de sombreros. Nos alimentamos a base de sidra y crêpes y el tiempo se paró en Dinan, en aquella habitación enfrente del río. Bajamos en tren hasta San Sebastián y vimos a Jamie Cullum, que nos cantó que basta con hacer feliz a una sola persona. Ser feliz es fácil contigo.

Finisterre en Francia (Pointe du Raz), Hortensias en Locronan, y las rocas de Perros Guirec.

Agosto amaneció en Mallorca (dejémonos de tonterías, hay que instalarse allí). Buscamos la cala Virgili, como tu nombre, pero estaba poblada de avispas, algas secas y peces presuntamente asesinos, así que fuimos a la cala Rafalino, llamada como tu amigo, transparente, vacía, hecha para nosotros. Brindamos con vermú y jugamos al UNO y a ser dueños cada uno de una casa de piedra en la orilla de Banyalbufar.

El día 15 fuimos a Aranda de Duero con Pablo y Blanca (también andaban por allí el trío enciclopedia indie formado por las hermanas Bravo y Sandra). Os mostramos el mapa del Sonorama: aquí la Plaza del Trigo, allí el bombero que echa agua, los baños de la muerte, la moneda de cambio, el pinar para las Quechuas. Marga se fue a vivir a Berlín porque España no quiere a los arquitectos y me sentí orgullosa de que acogiera unos días a tres chicos sirios que huían de la guerra. 

El día 21 cumpliste 38 años, cada vez me gustan más cosas de ti. Que hables a los objetos como si fueran personas, tu curiosidad, tu arroz al horno, que defiendas que un partido lo tiene que ganar el mejor -aunque, en lo más profundo, eres del Barça- cómo me miras, cuánto me conoces.

En septiembre la foto de un niño de dos años muerto en la costa de Turquía dio la vuelta al mundo. Se llamaba Aylan y se convirtió en un símbolo de la tragedia de los refugiados y de la parálisis de los gobiernos. Cuatro meses después cada día más de 40.000 personas huyen de sus casas, es la mayor tragedia humanitaria desde la 2ª Guerra Mundial. Pero les dejamos morir en la guerra y en el camino que escapa de ella. Ya no salen en los periódicos porque tenemos la memoria muy corta y los ojos anestesiados al dolor ajeno (y lejano). Y así somos más manipulables, menos dueños del mundo.

Una mañana de octubre, al salir del gimnasio, me llamó mi hermana y me dijo entre lágrimas que Ángel había muerto la noche anterior.  Ángel y su mujer Ana son amigos de mis padres desde la Universidad. Habían viajado, crecido y aumentado las familias juntos. Ángel era arquitecto, ya se había jubilado y ahora hacía un curso de orfebrería. Dibujaba, construía joyas preciosas, se peleaba por las croquetas y era una de las personas más buenas que he conocido. Todas las Nocheviejas, desde que mi padre murió hace casi 12 años, Ana, Ángel y su hija Ana -también arquitecta exiliada, en Suiza-han venido a cenar con nosotros. Pasado mañana vendrán ellas, también el novio alemán de Ana y espero que volvamos a hacer las cosas que le gustaba a hacer a Ángel: reírnos con José Mota mientras preparamos las ensaladas, contar los langostinos que nos tocan a cada uno y quitarle las pepitas a las uvas.

El día 13 de noviembre varios terroristas -hombres convertidos en bombas- asesinaron a 129 personas en París. Dispararon a sangre fría contra los espectadores de un concierto. En la sala Bataclan mi amiga Ester perdió a un amigo. No supe qué decir para calmar su dolor ni su miedo, un miedo capaz de extenderse por todos nuestros pensamientos. El miedo no protege de ninguna clase de muerte.

En diciembre fui de viaje a las Azores, un archipiélago en el que hay más vacas que personas y donde cada día se dan cita las cuatro estaciones. Conocí a un ballenero jubilado que había robado algún diente de marfil y a Genuino Madruga, un tipo arrugado que había dado dos veces la vuelta al mundo y ahora tiene un restaurante. Vi un volcán de menos de 50 años, piedras de lava a las que llamaban bizcochos y bosques que se hacían de noche en la segunda hilera. 

Arriba, el mar entre Faial y Pico; el volcán de los Capelinhos (resultado de una erupción en 1957), y abajo, Pico, el punto más alto de todo Portugal. 
El día 19 celebramos la tradicional cena de Navidad en casa, a botella de vino por cabeza, y a punto estuvo de estallar una guerra cuando salió a relucir el disputado voto del día después. Nos salvó una llamada por Skype a Miami para conectar con el perfecto mediador, Aitor. Por supuesto, jugamos a las películas -difícil superar lo de Chiquito de la Calzada y Krámpack- y cerramos la noche escribiendo propósitos en papeles que quemamos en una cacerola. Sospecho que alguno de nosotros escribió la palabra anarquía: explicaría este lío de pactos, ofertas, contra ofertas y empates de película (no sé si muy mala o muy buena).

Mi deseo para el año que viene es un poco conservador, será que me acerco a los 30. Me gustaría convertir en costumbre algunas cosas: seguir yendo a clases de swing, a conciertos de todos los géneros, ver bosques o playas una vez al mes, cocinar para los amigos dos o tres veces al año, leer, caminar, besar, criticar (esto es muy sano) y desear (esto, más) cada día.  Además de tradicional, voy a ser egoísta. Quiero que las personas que me han hecho reír estén más cerca y se queden más tiempo. Al final, maldita sea, todo es cuestión de tiempo. Habrá que aprovecharlo.