-Los jóvenes creéis
que tenéis siete vidas.
-¿En qué me arriesgo
yo?
-Siempre estás
viajando, cada vez más lejos. Sólo espero que en el último momento pidas perdón
a Dios.
-Perdón, ¿por qué? No
iré a ningún sitio. Desapareceré, ya está.
-No es tan fácil. Por
las noches, aunque tu cuerpo está como muerto, sueñas. Estás en otro país, eres
rica, vuelves a ser una niña abriendo juguetes. Eso es tu espíritu o tu alma,
no le pongas nombre si no quieres, pero seguirá vivo cuando tus huesos se los
coma la tierra.
-¿Nos tenemos que
poner siempre así de dramáticas?
-Qué tontería. Lo que
pasa es que te da miedo hablar de la muerte. Pero puede llegar en cualquier
momento.
-Sí, nos tenemos que
poner dramáticas.
-95 años. Sólo mi tía
Bienvenida vivió más que yo. A mi padre se lo llevaron por la puerta a golpe de
pistola cuando yo tenía 16 años. Mi hermano se murió hace 20. Mi marido,
cinco años después. Mi hijo, hace sólo cuatro años. Yo estoy esperando como en
la cola del mercado. He pedido la vez y me tocará dentro de un par de
turnos. Ojalá me encuentre antes de que me quede ciega y me vaya meando por los
rincones de la casa, como Bienvenida.
-Llevas amenazando con
tu muerte desde que tengo memoria.
-El que avisa no es
traidor
Tiene los ojos de
búho, de mochuelo. Un pájaro despierto y salvaje desde fuera. Pero ella duerme por las
noches, más siestas a medio día. Su casa huele a cerrado y a zumo de piña. Hay
una mesa en el centro del salón cubierta por un plástico amarillo. La devoción
discreta al pragmatismo y dos sillas agujereadas porque aquí nada se tira, ni siquiera el pan reseco. Una foto
de María, la virgen, al lado del teléfono anulado por la sordera. En la estantería, fotos en fila
india de las comuniones de los nietos y además un libro de recetas nuevo, El legado de Juan Pablo II, El Rojo y el Negro -igual que las doscientas faldas heredadas y eternas- y La vida es sueño -ella adormilada en la
esquina del sofá-. Dos detalles: un azucarero con pastillas; una copa de vino rellena
de caramelos.
María hace pausas
mientras habla. A cada rato confunde los parentescos. Habla del campo y sus
herramientas como si yo las hubiera tocado. Con la uña del dedo gordo de la
mano izquierda repasa el borde del mantel y con la otra mano se acaricia la
sien. Hay migas en el suelo. Ella quiere saber por qué en Siria, qué dijo
Merkel, quién es él y a qué se dedican sus padres, cuánto me pagan y a cómo
está el suelo en Madrid. Dispara preguntas sin saber que es su remedio contra la
vejez.
Aún conserva mechones
de pelo negro. Me ofrece magdalenas y si me descuido me las mete en el bolso. Pero mujer, toma algo. Un zumo, una
pesicola, ¿no quieres nada? Me mira y me repasa. Desaprueba el pantalón tan
corto y las uñas tan rojas. Nunca se ha maquillado. El día de mi boda me quité la pintura mojándome los labios. Me
picaba. En mi época no gastábamos tanto dinero en caprichos. Su época, como
si hubiera vivido toda la Edad Media y al acabar la guerra de los Cien Años hubiera gritado ¡Ala, se acabó, mañana toca otra edad! Ella es que es de época.
-¿Has sido feliz?
-Sí. Pero no se puede ser feliz siempre. Hace falta
paciencia. Hay que cuidar más la felicidad de la familia, de los amigos, y
menos la nuestra.
-¿Cómo vamos a
ser felices si descuidamos nuestros sueños, nuestras ilusiones?