7/6/13

Fly me to the moon

Cuentos para Io (2)


Me ducho con agua muy caliente y Frank Sinatra. Es un ritual, como batir los yogures hasta que estén líquidos o buscar en Google los nombres de mis compañeros para tacharles con alivio de una lista de fugitivos. Llevo años repitiendo este esquema cuando suena el timbre de los días. Café, mermelada de naranja amarga y la radio al mínimo para que las noticias no me raspen los codos destapados. Y luego Sinatra, viento y cuerdas, mientras me lavo. Así me lavo dos veces. No me gusta cantar en la ducha, me gusta oír música mientras me cae un hilo de agua por la espalda.

Empecé a escuchar La Voz para dejar de escuchar a mi padre. Lo había abrazado en la cocina, el salón y los pasillos de pisadas y ecos. Lo había abrazado con palabras a medias y los ojos contagiados de rojo. Pero él no podía parar de llorar porque mi madre, su mujer desde hacía 31 años y tres pinturas en casa, había muerto el día anterior. Creo que mi padre pensaba que si lloraba un mar, ella volvería nadando hasta la orilla. Hasta la misma cama que yo escalé precoz con mis brazos gorditos.


Así que desde aquel día lo hago todas las mañanas. Fly me to the moon. The way you look tonight. Someone to Watch Over me. To Watch over me. Hace ya nueve años. Por eso hoy, cuando el teléfono ha interrumpido al barítono del sombrero negro, me ha molestado. Y mientras escupía agua por la boca haciendo una fuente ­–otra costumbre ancestral-ha vuelto a sonar.

-Oye Paco, soy Martín. Nos vemos en la Avenida de las Trece Rosas, en la entrada. A las 9. No me jodas y se puntual, que nos conocemos

Pitido, let me sing for ever more, pi- ti-do.

Me he quedado con el auricular en la mano y cara de estar sujetando un ratón por la cola. El único Paco que conozco es el de seguridad del edificio donde trabajaba hasta hace poco, que tenía manchas de café en la camisa y leía ejemplares antiguos de la revista Hola.


La Avenida de las Trece rosas bordea el cementerio de la Almudena. En la puerta, un trozo de aire en la muralla de piedra, hay un chico de unos 30 años. Lleva un cubo de plástico azul y una mochila de tela desgastada y, si no fuera por el mono, parecería que está esperando que alguien le lleve a la playa a hacer castillos de arena. Me acerco. Él mira el reloj -Joder, Paco, ¡encima que te consigo el trabajo! -me mira -Si buscas la entrada principal , está en Avenida Daroca. Pero puedes pasar conmigo. 


Hace nueve años que vine por última vez. Recuerdo una pequeña ceremonia y tanto viento que apenas se escuchaban las palabras del cura arrugado y medio tartamudo. Luego mi padre apareció por una puerta de madera con la mirada fija en el suelo y una urna brillante entre los brazos. La acunaba como si llevara un recién nacido. Después de un paseo que me pareció eterno, llegó otro desconocido que se subió a una escalera y metió a mi madre dentro de una colmena de ladrillos marrones. Tapó el hueco con cemento y nos fuimos de allí igual que el viento. No hemos vuelto a ir, porque nunca supimos qué buscar en esas letras de piedra.

Ahora Martín empieza a andar por los caminos de arena. Pasamos los monumentos conmemorativos, las basílicas, los mausoleos y las tumbas. También hay jerarquías en la muerte. Cuanto más avanzas por los laberintos del camposanto, más escalones sociales desciendes. Los ramos de flores naturales dejan paso a las de plástico, el mármol a la piedra, y a ésta se la comen las hojas salvajes. Quedan recovecos donde se drogan los últimos desesperados y alguna pareja echa un polvo sucio en un coche, gritando por encima de millones de venas congeladas.

Eternalia. Martín lleva ese nombre pegado en el mono, a la altura del corazón. Eternalia.

-¿Habías quedado con Paco, verdad?

-¡Mierda! Marqué mal...¡otra vez! Vaya, perdona - qué sonrisa más bonita- Sí, Paco. Un amigo, iba a presentárselo a mi jefe porque hay una vacante y él busca trabajo. ¿Y tú, por qué has venido?

-Bueno...no tenía nada mejor que hacer. Y además podrías haber sido un mafioso con la maleta llena de billetes - Deja ya de ver películas de Robert de Niro.

Él me habla de su trabajo. Limpia las tumbas de quienes no tienen tiempo, dinero o ganas. Como era lógico, cuanta más superficie tenía la casa del muerto, mayor era la tarifa. Si había que utilizar escalera, 10 euros más. Extra por velas: 15 euros. Ramo de margaritas, ídem. Las rosas, el doble.

-No pienso trabajar siempre aquí, pero me pagan bien. En realidad lo que me gusta es cantar - Haría el amor con esa sonrisa.-

Quiere ahorrar para ir a Londres, Viena, París, Nueva York, alguna de esas ciudades donde la música sigue escribiéndose todos los días. Lo lejano siempre se transforma en sueño. Yo le hablo de mis despertares con Sinatra. Le cuento que soy periodista y estoy en paro. También quiero escaparme, más por cobardía que por aventura. Él me cuenta que tiene una vecina que lee las cartas y una colección de copas de cristal. Yo le digo que me gusta nadar y que en el periódico donde trabajaba hasta hace un mes los horóscopos los redactaban las secretarias en la pausa del café de las 11.

A la misma hora hacemos un descanso y él empieza a trabajar. A un lado hay una de esas colmenas de ladrillo y arriba, en el tercer piso, el nombre de mi madre.

Sigo escuchando a Frank Sinatra por las mañanas, en la ducha. Aunque, a veces, Martín me pide otra canción.