28/8/11

Raíces en la sangre


No sé en qué momento dejé de escribir. Tampoco recuerdo cuando empecé a olvidar los sueños de la noche anterior y de las noches siguientes. Pues bien, esta sequía de textos, esta triste ausencia prolongada se debe sólo a una cosa: el amor.

Hace tiempo tuve una conversación con un amigo en la que hablamos de cuentos y cuentistas y llegamos a la conclusión de que casi siempre escribimos cuando estamos tristes. Cuando hay más espacios que besos, más tiempo que vida.

Los que me conocéis, sabéis que tengo tendencia a contarlo todo, a desvelar el sorprendente final de las historias alrededor de una mesa o del otro lado del teléfono, pero estas teclas negras siempre habían sido una barrera. No vendo carnaza, todavía. (y así me irá en esto del periodismo)

Pero he cambiado de opinión y quiero que lo sepáis. Me han jodido pero soy una romántica y pienso seguir siéndolo. Y después de la espantada general, más bajito, digo: Give love a chance (Lennon, perdóname, tu encontraste a Yoko).

Conocí a un chico. Me gustó su pelo y su jersey azul y me dijo que quería vivir en Berlín. Trabajábamos en el mismo periódico. Al principio no hablábamos mucho. Pero alguna vez dibujamos el mismo futuro y recordamos un pasado parecido. Hacía frío y era nuestro cumpleaños. Y en un bar de Lavapiés le regalé un cuaderno. Pasó el tiempo sin que pasara nada y en abril empezamos a compartir el césped de mediodía. El me regaló una máscara de un país lejano. Nos esquivamos queriendo besarnos hasta que un día de mayo nos chocamos.

Y mientras repasábamos la forma de aquellos besos, llegó aquella revolución que hoy parece un espejismo. Sol y gritos de miles en las noches de mayo. Entonces nació la esperanza de los que estaban dormidos. De madrugada, entre tiendas de campaña y delirios de grandeza, los desconocidos hablaban de política y él, en silencio, me abrazaba.

Se acercaba el verano. Cada día era nuevo. Cada gesto, cada palabra, cada viaje. Juntos nos asomamos al mar para comprobar que estábamos insignificantemente vivos. Construimos un lenguaje. Nos aprendimos de memoria la piel y las palabras mágicas.

Un día de agosto se acabó todo. Tuvo miedo. No hacen falta más detalles. Pero a veces duele tanto la verdad que prefieres seguir mintiendo. La idea de separarnos y no volvernos a ver me dejaba como sin piernas. Era como si yo hubiera echado raíces en su sangre. Recuerdo esa frase que leí hace poco.  Siempre hay alguien que lo ha dicho mejor que tú. Pero él no parecía tener sangre, ni fuerza. Así que aquello fue una despedida. 

Después de la tragedia griega, me  tocaba hablar a chorros para limpiarme los ojos. Eso hice. Eso y abrir las manos para intentar coger alguno de los interminables remedios que todo el mundo ofrece. 

Y después de la resaca, después de huir por avión y en carretera, después de un final del verano que no ha tenido bicicletas pero sí muchas risas, pasta siciliana y brindis con vino, sólo tengo claro que el amor es lo único que de verdad merece la pena. Sé que esto es más cursi que una postal de la Torre Eiffel en un atardecer o una versión   cinematográfica de una novela de Jane Austen, pero os prometo que es verdad.

Volveré a enamorarme porque quiero hacerlo. Por los nervios antes de que todo empiece y por las primeras veces. Por la complicidad que se mide en las miradas. Por todos los que lo hicieron antes. Por Shakespeare y por Casablanca. Por las camas que se convierten en refugios. Por las cartas, los poemas, los gritos, los gemidos y hasta los mensajes escritos en el vaho de los cristales. Por los mapas hacia nuevas ciudades,  y por seguir creciendo mientras baste una caricia para hacerte sentir vivo.