30/12/11

Colección de medallas y arañazos


Enero amaneció demasiado pronto, con juegos raros pero sin besos. Al llegar a casa, mi hermana me contó una historia: petardos a traición, la noche en urgencias, el ruido que no le ha dejado dormir demasiados meses. Aquel desenlace de fiesta todavía sigue dando coletazos de escamas pero ahora ella tiene la nota más alta en Derecho Tributario. Así es la inteligencia, sobrevive a pesar de los desastres. También en enero una masa de ciudadanos enfurecidos derrotó a Ben Alí en Túnez. Era sólo el primero.

El sexto día del segundo mes del año abrí la puerta de casa y de la oscuridad aparecieron mis amigos, los de siempre, gritando "¡Sooorpreeeesa!” a prueba de infartos, con margaritas gigantes y vasos de plástico en la mano. En algún momento de la noche, cuando escribían poemas cursis en un mantel alargado, les propuse que se quedaran para siempre a vivir aquí en Cartagena 2 –seguro que hay espacio entre tanto libro viejo-, pero no tuve éxito. Resaca, sí, bastante. Eran 25, qué menos. En febrero una momia llamada Mubarak también perdió en Egipto. Entonces las plazas volvieron a ser ágoras, núcleo y desenlace, política y acción.

A principios de marzo, por casualidad y adicción a las teclas, desemboqué en Estado de Malestar. Era un grupo de gente inconformista y creativa que quería cambiar la política, la economía y la injusticia. Algunas noches pegamos carteles por las calles heladas de Madrid, convocando a otros ilusos: todos los viernes a las siete de la tarde en Sol. En ese momento no lo sabíamos, pero aquellos viernes de imaginación y megáfonos fueron las primeras olas que rompen en una playa que empezaba a llenarse.

El mismo mes, en la otra punta del mundo, Japón hizo crack y repasamos en bucle los vídeos del mar tragándose la tierra, quizá para comprobar que seguíamos vivos. Con el apocalipsis y las revoluciones árabes sangrando todavía, me despedí de la sección de Internacional. Allí comprendí que el periodismo de verdad es rápido hasta la enfermedad, irónico en los descansos y para mí, tendrá siempre ascendencia rusa. Allí conocí a un futuro diplomático con la cabeza hirviendo ideas; a un melómano que dispara sarcasmo contra la timidez, romántico aunque finge ser un tipo duro y al ciclista más intrépido y optimista de aquí a Miami, talento sin explotar para la mímica y confidente de los miedos y los deseos.

En abril viajé hasta una isla volcánica donde soplaba el viento. A la vuelta, una llamada telefónica me devolvió al periódico y desembarqué en la sección de Suplementos Especiales. Vi un Cadillac rosa del 59, a Carmen Lomana en bolas en una habitación de hotel, escribí sobre supermercados y alguna feria del ladrillo y me hice amiga de una fan de Depeche Mode aventurada con los peluqueros y desventurada en el amor, sensual, cinéfila y concursante de Pasapalabra.

Con el calor, todo cambió de repente. El 15 de mayo la calle Alcalá gritó tan fuerte que se escuchó a kilómetros de distancia. Dos días después, él y yo nos besamos en un banco de Pinar del Rey, con nervios y  migas de pan aún entre los dientes. Esa misma tarde fuimos juntos a ver cómo se levantaba aquel hotel de cartón y sueños. Y si nos falla Sol, iremos a la Luna. No hay pan para tanto chorizo. Pienso, luego estorbo. Hoy es siempre todavía. Sólo los besos nos taparán la boca. El mundo estaba cambiando y nos comíamos a besos. Siempre necesitábamos más tiempo. Y aunque los periódicos nos concedieron los titulares, eran sus palabras y sus caricias lo que me daba aliento.



En junio todo iba bien, muy bien. Hubo música, cabañas y pasillos oscuros. Fresas y terrazas. Fotos emulando a Hemingway y conciertos en azoteas nocturnas. Algún cumpleaños, vestidos nuevos, y en un acantilado vimos ponerse el sol. Éramos diminutos al lado de todo lo demás, pero nos agarrábamos de la mano y, a la vez, nos echábamos de menos. 

En julio me mandaron a San Lorenzo del Escorial, con una grabadora y una maleta de ruedas. Aquello sí era periodismo. Corre y graba. Pregunta y acierta. Toma titular y pásame ese corte. ¿Qué vendes? Un par de veces di en la diana y otras me equivoqué ("¿qué opina del caso Faisón?"). De aquel mes me llevé noches de desenfreno, una lista de frases para la posteridad y varios amigos. En especial, una filósofa catalana que habla de sexo como de política, casi actriz, casi nacionalista, incorrecta y transparente. 

Llegó agosto y el chico que iba a ser para siempre, dejó de serlo. Desaparecieron los escalofríos, los besos, los secretos. Dolía, en ese punto cerca de las costillas donde se coge aire, y en las piernas, y hasta en las yemas de los dedos. Dolía, saber lo que pudo haber sido. Afortunadamente, mi amiga, la de la risa contagiosa, la de los cafés cada semana, me llevó a Sicilia. Y entre ruinas, callejuelas de película, playas blancas, ataques de risa y pasta a la Norma, las heridas empezaron a curar, aunque el equipaje todavía guarda restos de ceniza negra de aquel volcán. Hace poco, un amigo me dijo que prefería olvidar aquellas historias que le hicieron daño. Yo no. Mientras duró, me hizo sentir viva. 

En septiembre volví al periódico, aunque me gustó menos. Desde entonces guardo en la manga un plan B de exilio a otro lugar, pero me hace falta un mapa y un par de huevos. Me escapé a la playa con mi chica de Liverpool, mi Simone de Beauvoir, la valiente que escucha música incluso bajo el mar. En octubre la redacción de El Mundo se paralizó: ETA anunció el cese definitivo de la actividad armada. Era la noticia que todos los periodistas hemos soñado dar. No es suficiente, pero es mucho. Y la alegría, paradojas, también suena a tristeza. 

Llegó noviembre y aterrizó un presidente nuevo de un partido antiguo, con la palabra "empleo" pegada a la boca y la mayoría absoluta debajo del brazo. Sin dinero, no hay milagros. Y sin Ministerio de Ciencia, menos. Por el camino del recuento, se perdieron miles de votos, culpa de una ley electoral terriblemente injusta por la que nadie se pelea. Pero entre bofetón y tortazo estaban las noches de invierno. El Freeway, con sus paredes rojas y su música viejuna ha visto conspirar a una arquitecta enamoradiza de imaginación sin límites y chaquetas de lana, y a una ex opositora que busca chicos altos entre la multitud, dispuesta a hablar en guiri después de medianoche. En la Casa de Cantabria un lunes 28 de noviembre se presentó El Río del Tiempo, un libro de poemas de mi padre. Hay tantas cosas que me gustaría preguntarle y tan pocas cosas que dejó escritas. Por eso lo leo sin parar, aunque a veces, basta una fotografía mal encuadrada de una mañana de Reyes -los cuatro, abriendo regalos- para saber qué diría.


El año acaba en diciembre, el de la Navidad y las investiduras, el de las cenas que nunca son últimas, el que nos traerá medidas urgentes después de escándalos monárquicos. Pero todo lo que importa está ya escrito. Espero que disfrutéis lo que está por venir. Ahora sólo queda esperar que el año que viene tenga, por lo menos, doce meses y testigos para contarlo. 

10/12/11

Persecución, huída



Blanca sale a las diez de la mañana de su casa. Huye de Tomás, que pregunta quién diablos escondió el uniforme marrón desaparecido desde mil novecientos treinta y nueve. Da un portazo y la madera tiembla. Ya no encuentra islas donde llevar a su abuelo para alejarle de la enfermedad que arrasa su memoria.

Joaquín escapa minutos después del número dos de un bloque de viviendas vacías disfrazadas de sucursales bancarias. Huye de una criatura con la piel llena de arrugas, los puños cerrados y la sangre helada, que ha encontrado a mano izquierda detrás de los buzones huérfanos.

Joaquín y Blanca corren tan rápido que olvidan el peso de sus piernas. Dan zancadas de elefante en la libertad de las calles anónimas. Muerden el aire como si fuera algodón de azúcar. Para alejar el horror, recuerdan. Las mesas de madera donde aprendían los nombres de las cordilleras y enviaban secretos en aviones de papel. Los sillones suaves donde leían las páginas de un Tintín arrugado. Los lápices de colores, la mercromina, el jersey naranja y los columpios oxidados.

Por la casualidad o por culpa de un grupo de arquitectos muertos, las calles por las que avanzan desembocan en la Plaza de las Violetas. Convertidos de repente en los protagonistas del problema de matemáticas más repetido de todas las pizarras - si un tren sale de A a 80km/h y otro tren sale de B a 60km/h, ¿cuándo se cruzan?- Blanca y Joaquín siguen caminando, sin saber que se van a chocar dentro de tres...dos....uno....

-¡Perdón, lo siento! -dicen, al mismo tiempo.

Joaquín cae al suelo, se derrumba. Sentado como una marioneta abandonada, se sujeta la frente con la mano derecha. -¿Alguna vez has visto a alguien nacer?, pregunta.

-Sí, responde ella
-Y, ¿cómo es?

Blanca se arrodilla junto a él. Sonríe y contesta:
-Hay mucha sangre. Y ruido. Lloraba. Parece imposible creer que algo tan pequeño pueda hacer tanto ruido. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque la muerte es justamente lo contrario. No hay sangre, y todo está en silencio.
-¿Cómo lo sabes? , pregunta Blanca

Juntos, deshacen el camino del primer tren del problema que nadie resolvía, y llegan hasta el edificio de un centenar de casas donde sólo diez personas abren puertas. Y allí, a mano izquierda debajo de los buzones atragantados de sobres, está el anciano muerto.

Blanca se agarra como un felino a la camisa de Joaquín y deja de pestañear. Deciden pedir ayuda y, mientras esperan el ruido de sirenas, hablan un poco. Tu, yo y todos los demás. Quién es, será, quién fue aquel, antes de tener la frente llena de surcos.

Y cuando llega una ambulancia seguida de un coche de policía, continúan hablando sin dejar de vigilar con la mirada la última huída forzada.

Los pasos van a dar a la Plaza de las Violetas, donde lo único violeta es el rótulo de la tienda de disfraces que permanece abierta.

-Ven conmigo -pide Blanca- Tengo que comprar un disfraz de soldado para mi abuelo.



9/12/11

A las siete de la tarde


A las siete de la tarde un círculo de plata remueve grumos de chocolate negro. El lápiz de labios se desliza sin querer hasta mis dientes. Yo pensaré que el final y el principio son lo mismo visto desde dos ventanas paralelas.

A las nueve cierran los parques y las farmacias, aunque la última cabina de teléfono de la ciudad sigue escupiendo remedios. El agua a veintinueve grados baña mi piel impaciente y arrastra por el desagüe las huellas del sexo. Un corazón se para en la décima planta del mismo hospital en el que el mío empezó a contar. Tal vez mañana cierre los ojos al cruzar la calle.

A las once y media de la noche lo que era nuevo se hace viejo. Las cortinas bailan tangos silenciosos. Los párpados del placer y los del cansancio se cierran y todo se convierte en nada. Yo sólo pienso en mañana. Siempre, mañana.

A las tres el mundo entero negocia en sueños la salvación o la condena. En la cocina huele a aceite y mandarinas. Por el pasillo, paso a paso, el invitado de las esperanzas rotas llega hasta mi cama para decirme que la única verdad son las palabras, las que hacen nuestra historia.

Pero, a las tres de la mañana, ¿quién está despierto?