30/12/11

Colección de medallas y arañazos


Enero amaneció demasiado pronto, con juegos raros pero sin besos. Al llegar a casa, mi hermana me contó una historia: petardos a traición, la noche en urgencias, el ruido que no le ha dejado dormir demasiados meses. Aquel desenlace de fiesta todavía sigue dando coletazos de escamas pero ahora ella tiene la nota más alta en Derecho Tributario. Así es la inteligencia, sobrevive a pesar de los desastres. También en enero una masa de ciudadanos enfurecidos derrotó a Ben Alí en Túnez. Era sólo el primero.

El sexto día del segundo mes del año abrí la puerta de casa y de la oscuridad aparecieron mis amigos, los de siempre, gritando "¡Sooorpreeeesa!” a prueba de infartos, con margaritas gigantes y vasos de plástico en la mano. En algún momento de la noche, cuando escribían poemas cursis en un mantel alargado, les propuse que se quedaran para siempre a vivir aquí en Cartagena 2 –seguro que hay espacio entre tanto libro viejo-, pero no tuve éxito. Resaca, sí, bastante. Eran 25, qué menos. En febrero una momia llamada Mubarak también perdió en Egipto. Entonces las plazas volvieron a ser ágoras, núcleo y desenlace, política y acción.

A principios de marzo, por casualidad y adicción a las teclas, desemboqué en Estado de Malestar. Era un grupo de gente inconformista y creativa que quería cambiar la política, la economía y la injusticia. Algunas noches pegamos carteles por las calles heladas de Madrid, convocando a otros ilusos: todos los viernes a las siete de la tarde en Sol. En ese momento no lo sabíamos, pero aquellos viernes de imaginación y megáfonos fueron las primeras olas que rompen en una playa que empezaba a llenarse.

El mismo mes, en la otra punta del mundo, Japón hizo crack y repasamos en bucle los vídeos del mar tragándose la tierra, quizá para comprobar que seguíamos vivos. Con el apocalipsis y las revoluciones árabes sangrando todavía, me despedí de la sección de Internacional. Allí comprendí que el periodismo de verdad es rápido hasta la enfermedad, irónico en los descansos y para mí, tendrá siempre ascendencia rusa. Allí conocí a un futuro diplomático con la cabeza hirviendo ideas; a un melómano que dispara sarcasmo contra la timidez, romántico aunque finge ser un tipo duro y al ciclista más intrépido y optimista de aquí a Miami, talento sin explotar para la mímica y confidente de los miedos y los deseos.

En abril viajé hasta una isla volcánica donde soplaba el viento. A la vuelta, una llamada telefónica me devolvió al periódico y desembarqué en la sección de Suplementos Especiales. Vi un Cadillac rosa del 59, a Carmen Lomana en bolas en una habitación de hotel, escribí sobre supermercados y alguna feria del ladrillo y me hice amiga de una fan de Depeche Mode aventurada con los peluqueros y desventurada en el amor, sensual, cinéfila y concursante de Pasapalabra.

Con el calor, todo cambió de repente. El 15 de mayo la calle Alcalá gritó tan fuerte que se escuchó a kilómetros de distancia. Dos días después, él y yo nos besamos en un banco de Pinar del Rey, con nervios y  migas de pan aún entre los dientes. Esa misma tarde fuimos juntos a ver cómo se levantaba aquel hotel de cartón y sueños. Y si nos falla Sol, iremos a la Luna. No hay pan para tanto chorizo. Pienso, luego estorbo. Hoy es siempre todavía. Sólo los besos nos taparán la boca. El mundo estaba cambiando y nos comíamos a besos. Siempre necesitábamos más tiempo. Y aunque los periódicos nos concedieron los titulares, eran sus palabras y sus caricias lo que me daba aliento.



En junio todo iba bien, muy bien. Hubo música, cabañas y pasillos oscuros. Fresas y terrazas. Fotos emulando a Hemingway y conciertos en azoteas nocturnas. Algún cumpleaños, vestidos nuevos, y en un acantilado vimos ponerse el sol. Éramos diminutos al lado de todo lo demás, pero nos agarrábamos de la mano y, a la vez, nos echábamos de menos. 

En julio me mandaron a San Lorenzo del Escorial, con una grabadora y una maleta de ruedas. Aquello sí era periodismo. Corre y graba. Pregunta y acierta. Toma titular y pásame ese corte. ¿Qué vendes? Un par de veces di en la diana y otras me equivoqué ("¿qué opina del caso Faisón?"). De aquel mes me llevé noches de desenfreno, una lista de frases para la posteridad y varios amigos. En especial, una filósofa catalana que habla de sexo como de política, casi actriz, casi nacionalista, incorrecta y transparente. 

Llegó agosto y el chico que iba a ser para siempre, dejó de serlo. Desaparecieron los escalofríos, los besos, los secretos. Dolía, en ese punto cerca de las costillas donde se coge aire, y en las piernas, y hasta en las yemas de los dedos. Dolía, saber lo que pudo haber sido. Afortunadamente, mi amiga, la de la risa contagiosa, la de los cafés cada semana, me llevó a Sicilia. Y entre ruinas, callejuelas de película, playas blancas, ataques de risa y pasta a la Norma, las heridas empezaron a curar, aunque el equipaje todavía guarda restos de ceniza negra de aquel volcán. Hace poco, un amigo me dijo que prefería olvidar aquellas historias que le hicieron daño. Yo no. Mientras duró, me hizo sentir viva. 

En septiembre volví al periódico, aunque me gustó menos. Desde entonces guardo en la manga un plan B de exilio a otro lugar, pero me hace falta un mapa y un par de huevos. Me escapé a la playa con mi chica de Liverpool, mi Simone de Beauvoir, la valiente que escucha música incluso bajo el mar. En octubre la redacción de El Mundo se paralizó: ETA anunció el cese definitivo de la actividad armada. Era la noticia que todos los periodistas hemos soñado dar. No es suficiente, pero es mucho. Y la alegría, paradojas, también suena a tristeza. 

Llegó noviembre y aterrizó un presidente nuevo de un partido antiguo, con la palabra "empleo" pegada a la boca y la mayoría absoluta debajo del brazo. Sin dinero, no hay milagros. Y sin Ministerio de Ciencia, menos. Por el camino del recuento, se perdieron miles de votos, culpa de una ley electoral terriblemente injusta por la que nadie se pelea. Pero entre bofetón y tortazo estaban las noches de invierno. El Freeway, con sus paredes rojas y su música viejuna ha visto conspirar a una arquitecta enamoradiza de imaginación sin límites y chaquetas de lana, y a una ex opositora que busca chicos altos entre la multitud, dispuesta a hablar en guiri después de medianoche. En la Casa de Cantabria un lunes 28 de noviembre se presentó El Río del Tiempo, un libro de poemas de mi padre. Hay tantas cosas que me gustaría preguntarle y tan pocas cosas que dejó escritas. Por eso lo leo sin parar, aunque a veces, basta una fotografía mal encuadrada de una mañana de Reyes -los cuatro, abriendo regalos- para saber qué diría.


El año acaba en diciembre, el de la Navidad y las investiduras, el de las cenas que nunca son últimas, el que nos traerá medidas urgentes después de escándalos monárquicos. Pero todo lo que importa está ya escrito. Espero que disfrutéis lo que está por venir. Ahora sólo queda esperar que el año que viene tenga, por lo menos, doce meses y testigos para contarlo. 

10/12/11

Persecución, huída



Blanca sale a las diez de la mañana de su casa. Huye de Tomás, que pregunta quién diablos escondió el uniforme marrón desaparecido desde mil novecientos treinta y nueve. Da un portazo y la madera tiembla. Ya no encuentra islas donde llevar a su abuelo para alejarle de la enfermedad que arrasa su memoria.

Joaquín escapa minutos después del número dos de un bloque de viviendas vacías disfrazadas de sucursales bancarias. Huye de una criatura con la piel llena de arrugas, los puños cerrados y la sangre helada, que ha encontrado a mano izquierda detrás de los buzones huérfanos.

Joaquín y Blanca corren tan rápido que olvidan el peso de sus piernas. Dan zancadas de elefante en la libertad de las calles anónimas. Muerden el aire como si fuera algodón de azúcar. Para alejar el horror, recuerdan. Las mesas de madera donde aprendían los nombres de las cordilleras y enviaban secretos en aviones de papel. Los sillones suaves donde leían las páginas de un Tintín arrugado. Los lápices de colores, la mercromina, el jersey naranja y los columpios oxidados.

Por la casualidad o por culpa de un grupo de arquitectos muertos, las calles por las que avanzan desembocan en la Plaza de las Violetas. Convertidos de repente en los protagonistas del problema de matemáticas más repetido de todas las pizarras - si un tren sale de A a 80km/h y otro tren sale de B a 60km/h, ¿cuándo se cruzan?- Blanca y Joaquín siguen caminando, sin saber que se van a chocar dentro de tres...dos....uno....

-¡Perdón, lo siento! -dicen, al mismo tiempo.

Joaquín cae al suelo, se derrumba. Sentado como una marioneta abandonada, se sujeta la frente con la mano derecha. -¿Alguna vez has visto a alguien nacer?, pregunta.

-Sí, responde ella
-Y, ¿cómo es?

Blanca se arrodilla junto a él. Sonríe y contesta:
-Hay mucha sangre. Y ruido. Lloraba. Parece imposible creer que algo tan pequeño pueda hacer tanto ruido. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque la muerte es justamente lo contrario. No hay sangre, y todo está en silencio.
-¿Cómo lo sabes? , pregunta Blanca

Juntos, deshacen el camino del primer tren del problema que nadie resolvía, y llegan hasta el edificio de un centenar de casas donde sólo diez personas abren puertas. Y allí, a mano izquierda debajo de los buzones atragantados de sobres, está el anciano muerto.

Blanca se agarra como un felino a la camisa de Joaquín y deja de pestañear. Deciden pedir ayuda y, mientras esperan el ruido de sirenas, hablan un poco. Tu, yo y todos los demás. Quién es, será, quién fue aquel, antes de tener la frente llena de surcos.

Y cuando llega una ambulancia seguida de un coche de policía, continúan hablando sin dejar de vigilar con la mirada la última huída forzada.

Los pasos van a dar a la Plaza de las Violetas, donde lo único violeta es el rótulo de la tienda de disfraces que permanece abierta.

-Ven conmigo -pide Blanca- Tengo que comprar un disfraz de soldado para mi abuelo.



9/12/11

A las siete de la tarde


A las siete de la tarde un círculo de plata remueve grumos de chocolate negro. El lápiz de labios se desliza sin querer hasta mis dientes. Yo pensaré que el final y el principio son lo mismo visto desde dos ventanas paralelas.

A las nueve cierran los parques y las farmacias, aunque la última cabina de teléfono de la ciudad sigue escupiendo remedios. El agua a veintinueve grados baña mi piel impaciente y arrastra por el desagüe las huellas del sexo. Un corazón se para en la décima planta del mismo hospital en el que el mío empezó a contar. Tal vez mañana cierre los ojos al cruzar la calle.

A las once y media de la noche lo que era nuevo se hace viejo. Las cortinas bailan tangos silenciosos. Los párpados del placer y los del cansancio se cierran y todo se convierte en nada. Yo sólo pienso en mañana. Siempre, mañana.

A las tres el mundo entero negocia en sueños la salvación o la condena. En la cocina huele a aceite y mandarinas. Por el pasillo, paso a paso, el invitado de las esperanzas rotas llega hasta mi cama para decirme que la única verdad son las palabras, las que hacen nuestra historia.

Pero, a las tres de la mañana, ¿quién está despierto?


23/11/11

Un dios salvaje


Toulouse Lautrec fue un pintor francés del siglo XIX que destapó lo que nadie se atrevió: el carmín rojo de la pasión, los bailes después de madrugada, la prostitución que siempre ha estado. Pintaba el movimiento y el color, pintaba rápido, mientras el alcohol consumía su vida y sus huesos, débiles por culpa de la endogamia de sus señores padres. Cuentan que un día, una mujer de alta alcurnia (o al menos con mayordomo), al ver un cuadro del pintor en el que una mujer se ataba el corsé bajo la mirada de un hombre, tuvo a bien desatar su ira contra el artista, preguntándole cómo era capaz de pintar a una prostituta desnúdandose delante de un cliente. Monsieur Lautrec se quitó elegantamente el sombrero y respondió "La suciedad, mi querida señora, sólo está en su cerebro. La mujer no se está desnudando, sino vistiéndose. Y el hombre que la mira no es un cliente, sino su marido".

Últimamente la pose y todo el rollo superficial son de lo más in. Lo comentaba hoy mismo el gran Manuel Jabois. Constantemente asistimos a un espectáculo de chorradas rimbombantes que dan ganas de vomitar los restos del cocido. Por ejemplo, en la Calle Genóva, el jefe de todo esto (que, ojito, anunció que colocará a la moribunda Eshpaña al frente de eshte ejército europeo de casi vagabundos) regalaba a sus fieles un beso-instante más planeado que la distribución de invitados en la cena de Nochebuena. El público, entregado, agitaba banderas que prometían un cambio sin entender que cambio significa acción y aquí vamos servidos de drama, pero de acción... Mientras, en un plató de televisión cualquiera, los tertulianos de cartón piedra escupían análisis baratos y desempolvaban los discursos precocinados. Las periodistas ejecutaban el guión encima de unos zapatos que bien podrían ser catalogados como instrumentos de tortura. Pero, pardiez, nadie se llevaba las manos a la cabeza.

Esto de la pose no viene de ahora, comprenden ustedes. Llevamos años practicando. Hemos adiestrado nuestra voz al responder al teléfono. Hemos ensayado la sonrisa perfecta para cada ocasión. Hemos inventado el papel brillante de envolver para no tener que hablar. Admiramos el valor de los que juegan con la muerte en África no por solidaridad, sino para subrayar que estamos en el lado occidental, altar de las libertades, y que nadie conseguirá movernos de aquí.  Hablamos de sexo sin sonrojarnos pero nos violenta darle un beso a nuestra propia madre. Queremos más para demostrar que no somos menos.

La buena noticia es que, de vez en cuando, aparece un señor con bisturí, abre en canal toda esta montaña de falsa moral y nos presenta la realidad tan ridícula, visceral e hipócrita como es. Estoy hablando de Un dios salvaje. Supongo que serán ustedes de los que rían a carcajada limpia en la oscuridad del cine. Si no es así, preocúpense.


10/11/11

De lobos y héroes

Estás en el punto más alto de una esas atracciones de feria desvencijadas por el tiempo y los chirridos. Tienes vértigo y sientes latir la adrenalina en el electrocardiograma verde de tus sueños. Estás arriba y quieta. Como un fotograma, con las alas amarradas al cuerpo, anestesiada por las descargas, cincuenta y cuatro metros y pico en sentido vertical desde el suelo. 

Veinte años antes, cuando te tapabas la cara con la manta, para no desafiar a las sombras con forma de leñadores que se comían niñas vestidas de rojo, en este mismo lugar, gritaste: "¡Eh, mira, mírame, sin manos!" y creíste que eras única, poderosa, libre, a pesar del metal que apretaba tus piernas.

Pero ahora estás congelada, el frío te lima la primera piel del cuello. Eres un cadáver en un museo de cera. 

Y aquí, en este columpio con letras de hierro, cincuenta y cuatro metros más cerca del cielo (escarcha, casi tiniebla), observas. Porque casi siempre es más inteligente que hablar.

¿Por qué estudiar el baile de la elipse que dibuja la Tierra, si un día dormiremos en el barro negro donde también van a morir los insectos? ¿Por qué este empeño en conseguir un premio, si nunca disfrutamos el camino donde escupimos el aliento?

Aunque cada domingo te hundas en el celuloide de la eternidad, las butacas acabarán rompiéndose. Y aunque te dejes cautivar por el papel donde bailan las letras, mañana olvidarás el capítulo nueve. Y si cierras los ojos imaginando la piel desnuda mientras suena la música, cuando despiertes la garganta del dolor se habrá tragado la orquesta entera.

Pero desde aquí arriba parece que los lobos sólo pueden aullar. Porque no hace falta creer en los héroes para ser un valiente.



25/10/11

Carta y deseos

Prepara café caliente la primera mañana. Conduce más rápido. Prómeteme un viaje y un beso más después del último. Interrúmpeme con caricias y hazme cosquillas en los pies y detrás de las orejas. Dime que te gusta el olor antes de la lluvia y el de los libros que acaban de abrirse. Mira el cielo durante esos diez minutos en los que el día se vuelve noche; rojo en junio, morado en octubre. Háblame del tacto de las piedras que escalas, de las fotografías que has imaginado, del ruido en la callé Alcalá teñida de rabia, y del silencio, porque la muerte es silencio. Abrázame cuando tenga tanto miedo del tiempo que no pueda pedirte un abrazo.



Hazme el amor como si nunca fueras a querer a nadie más. Recuerda la arruga entre mis cejas y mi obsesión con guardar el calor entre las mantas. Llévame la contraria, llévame de la mano, llévame al mar al menos una vez cada año. Grita si me escapo, grita conmigo cuando me arranques el sentido.


Oblígame a ver películas francesas, italianas si no son muy dramáticas, cuentos de invierno, historias de espadachines y de tipos duros que mueren cabalgando. Enséñame quiénes son Les Luthiers, Serge Latouche, Banksy, Beirut, Chaouen, Bergman, Eliades Ochoa. Enséñame a jugar al mus y al ajedrez, a boxear, a bailar el tango de los torpes, a recordar cómo se conduce una bici y como se hacen siluetas con el sol. Enseñáme cómo suena tu risa, cómo se alargan las noches de agosto y dame de una vez la receta de esas magdalenas. Enséñame cabañas diminutas cerca de los aeropuertos, consultas con diván y sin horarios, cuartos blancos con lienzos apilados, camas deshechas, bares sin luz, y calles desiertas donde se alargan las despedidas que, por un momento, no lo fueron.


Y no me olvides.

6/10/11

El día que murieron los libros

Necesitaban papel. Hojas afiladas o medio rotas. Resguardos, papel brillante para envolver regalos y, sobre todo, libros. Lo querían para hacer cartón y envasar miles objetos que debían atravesar el cielo hasta hogares huérfanos de vida muerta. Los jefes de las productoras de tecnología y entretenimiento en diferentes tamaños asimilaron la gravedad del déficit marrón y se decidieron a pedir ayuda al Gobierno.

El presidente les ofreció un café templado en su despacho impregnado de ambi-pur. "Siéntense, por favor", invitó con su mejor sonrisa falsa. Los empresarios fueron al grano: "Necesitamos urgentemente cajas, nuestra producción está parada. Debe exigir usted a los ciudadanos que entreguen sus libros a las autoridades". Mientras se enfriaba el café y un par de moscas caían muertas por la fragancia artificial, continuaron: "Según nuestros cálculos, en cada casa hay una media de 100 libros. Si recaudamos al menos el 80% del total, las reservas de papel aguantarán al menos cinco años más y nuestras cajas podrán seguir su recorrido por el espacio aéreo”, concluyeron.

El dueño de los votos populares bebió de un trago el chupito de whisky que tenía escondido entre las piernas, asintió tres veces y exclamó: "Y además, ¡ya nadie lee!”

Al día siguiente, los telediarios lanzaron la noticia: por culpa de un error de cálculo industrial todo ciudadano debía entregar sus libros a los poderes públicos para satisfacer la demanda de papel. El pueblo iba a dar aliento a la maltrecha economía nacional con un gesto altruista. Tan sólo tenían que sacar los libros a la plaza más cercana y los servicios municipales de limpieza se encargarían de la recogida. Por la noche, la noticia ya había recorrido las pescaderías, las barras sucias de los bares y los ascensores de más de dos personas.

Treinta y dos horas después, Elena salió de su casa para trabajar. Al final de la Calle del Prado se encontró con una gigantesca montaña de libros en mitad de la Plaza de Santa Ana. Tan alta, que Elena apenas distinguió la cabecita de piedra de Calderón de la Barca, como flotando en el aire. Casi al mismo tiempo, la moto de Alejandro giró la calle Mateo Inurria y desembocó en la Plaza de Castilla. Allí, a los pies de un infame obelisco, dormitaban montones y montones de libros. Él también vació su mochila: cayó Tolstoi y cayeron los libros de Lengua, Matemáticas y Conocimiento del Medio. Al suelo se precipitó el Atlas de Geografía y siete historias de Stephen King, con las páginas onduladas por el tiempo.

Alejandro miró a uno y otro lado. La familia Rubio vaciaba bolsas de plástico con rabia. Ángeles Mora, con canas y un jersey morado, arrastraba un carro de la compra con puerros y diez ejemplares de la Biblia. Laura y Lucas, enamorados desde el pasado otoño, abrían con cuidado una maleta rígida de color verde y uno por uno, depositaban sobre el montón guiones sin director y cuatro antiguas Páginas Amarillas. En un par de horas, la montaña casí duplicó su tamaño. Alejandro hizo una foto, arrancó de nuevo el motor y siguió su camino. La escena se repitió en la Plaça de Catalunya en Barcelona, donde las recetas de cocina de Simone Ortega abrazaban apasionadamente a la Real Academia de la Lengua, mientras las aventuras de Matilda agonizaban bajo el peso del Señor de los Anillos. Y en la Plaza de América de Sevilla, y hasta en la la Plaza Mayor de Salamanca. 

Darwin Shoes/Norma Desmond/Flickr.cc
Miles de montañas de libros crecieron ese día sobre la tierra de las ciudades, mientras en un despacho cualquiera, algunos señores con corbata gemían de placer imaginando suculentas toneladas de cajas de cartón.

Pero los ejércitos de limpiadores vestidos de verde empezaban a acercarse a las Plazas tomadas por los libros. Y, poco a poco, empezaron a guardar uno por uno los libros en enormes bolsas de basura negras. Pero en la Plaza de la Paja en Madrid, José Angel Ruiz, de 70 años, trepó como pudo hasta la cumbre de la montaña, se sentó sobre José Hierro, cogió el libro más cercano y empezó a leer :

La gente salió de sus casas y aspiró el aire cálido y picante, y procuró resguardarse de él. Y los niños salieron de sus casas, pero no corrieron ni gritaron como lo habrían hecho después de una lluvia. Los hombres se erguían junto a las cercas de sus campos y miraban el trigo destruido que se iba secando rápidamente, y del que apenas se veía algo verde a través de la película de polvo. Los hombres permanecían silenciosos y casi no se movían. Y las mujeres salieron de sus casas para ir junto a sus hombres..., para saber si se consideraban vencidos. Las mujeres estudiaron secretamente el rostro de sus hombres, pues el trigo bien podía perderse en tanto quedara algo de esperanza. (...) Después de un instante, los rostros de los hombres perdieron su expresión de incrédulo desconcierto y se torcieron en un rictus de amargura, ira y resistencia. Entonces las mujeres comprendieron que estaban a salvo y que el desastre no los había vencido.

Cuando iba a pasar página, José Angel se detuvo y miró. Abajo, alrededor de la montaña, niños, mujeres y hombres miraban absortos, sentados, pendientes de la historia de aquellos que miraban el polvo allí, lejos.

Entonces, en medio de esta dramática pausa, el hermano de José, que estaba entre el público, fue corriendo en tres patadas hasta la plaza más cercana, subió hasta el punto más alto de aquel andamio de tapas duras e hizo exactamente lo mismo.

Así, en apenas unos minutos cada una de estas montañas empezó a contar historias. Y cada vez que se  acababa un capítulo, alguno de los curiosos que escuchaba atentamente se acercaba hasta una de estas dunas de letras y cogía uno, dos o tres libros. Algunos los abrazaban, otros los volvían a guardar en sus bolsos, y otros incluso rebuscaban, dudosos, la portada más llamativa ente aquel museo de tipografías. Y cuando José Angel termino de leer Las Uvas de la Ira, ya caída la noche, miró de frente y vió que ya no estaba a cinco metros de altura sino que tocaba el suelo y leía en voz alta para él, sólo para él.

28/9/11

¡Grita!

La verdad es que siempre me han conquistado las historias raras. Pero además, en los últimos meses, la actividad frenética que desempeño como periodista al pie del cañón me ha dado un respiro, y durante varias horas del día me empapo de los chorros de información seria y absurda que escupe la pantalla. Y, para qué negarlo, lo cierto es que el aburrimiento multiplica mi olfato. Olfato de surrealismo actual, se entiende.

Dos hallazgos interesantes hoy, dear Watson. Ambos, historias verídicas (o eso dicen los titulares). Por un lado tenemos a un misterioso cuarentón de Pontevedra que ha devuelto la mano de piedra de una estatua de Colón que llevaba ocultando en su casa 30 años. Resulta que cuando este hombre era muchacho practicó accidentalmente una amputación al bueno de Cristóbal una noche que estaba de fiesta con sus amigos.  Le dio miedo confesar y más terror le debió dar dejar abandonadas las pruebas del delito. Así que durante tres décadas, este hombre ha vivido con la mano de piedra a su vera. ¿Su familia lo sabía? ¿Le habría puesto un mote? ¿Dormiría la mano en el cuarto de invitados, se sentaría a la mesa? ¿Suspendió Historia alguna vez?  ¿Tendrá  más estatuas guardadas al fondo del placard? Son las típicas preguntas que me gustaría hacerle. 

Por fortuna para vosotros, pasaré al segundo descubrimiento absurdo. Resulta que en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, dos tipos llamados Narcisa Hirsch y Jorge Caterbetti han instalado una cabina de vidrio totalmente blindada, en la que los visitantes pueden entrar y gritar  a sus anchas, con ira o con recato, cada uno a su manera. ¿Es una broma?, preguntaréis. En absoluto. Estos dos artistas pretenden con su obra “reflexionar sobre cuál es el límite entre el grito privado y el grito público” -ajá- y también “indagar sobre estos gestos que navegan entre lo humano y lo animal, entre lo cultural y precultural”. Por si esto fuera poco, los sonidos capturados en el tiempo que la cabina esté expuesta, de agosto a diciembre, servirán como base para un concierto que otro artista, un músico parece, dará en el mismo escenario ensordecedor.

No sé qué opinaréis, pero a mí esto me parece una tontería muy muy grande. Me imagino al señor con traje azul que haya tenido la suerte de vigilar que nadie roba ese cubículo de la locura diciendo a los osados visitantes: “ Pase usted al fondo, allí, en esa caja de cristal. Grite, grite un rato, que esto es arte” (puede que con acento argentino suene más seductor).

¿En serio el arte moderno es esto? ¿Gritos anónimos? ¿El arte es tal porque lo ha creado un artista? ¿Se ha alcanzado ya la máxima complejidad técnica y por eso lo moderno es no hacer absolutamente nada? ¿Quién decide que eso es arte, quién decide qué entra y qué sale de un Museo? Y, sobre todo, ¿qué patraña es eso de que un grito es un “gesto que navega”?  

Dejadme que os diga algo, algo más. Muy probablemente sea una inculta artísticamente hablando. Se de Bellas Artes o Escultura lo mismo que de Música, Literatura, Astronomía o Jardinería: casi nada. Pero sí tengo clara una idea: el arte emociona. Así que,  querida Narcisa, querido Jorge, aquí tenéis una selección de gritos que ponen la piel de gallina.

El hombre de los monos, cómo olvidarle.

Tan joven, tan ingenuo. Siempre que me asomo a un acantilado imito al bueno de Leo.


Desde que vi esta película, temo a Jack. Qué miedo.

   
No todo va a ser terror. Qué sería de esta vida sin los gritos de placer (hasta los fingidos)

Baldosas amarillas y brujas cuya risa maligna se quedó grabada en la más tierna infancia



¡Corre! No podía faltar este grito desesperado que veo cada Navidad o fecha de guardar. Dudaba entre este o el también memorable grito de Tom Hanks a su balón Wiiiiiilsooon, pero soy una clásica.

....    Que gritéis mucho, amigos. 

27/9/11

Entre cuatro paredes


La primera es una historia desesperada, la segunda una historia de valientes inconscientes, la última, un desencuentro en la frontera. Y las tres ocurren entre cuatro paredes.

La historia de Lourdes apareció esta mañana en la página 16. Ella pasa los días en una silla de ruedas y necesita oxígeno. Su marido tiene una enfermedad que le impide trabajar. “No hay rabia ni hay miedo. No hay tristeza ni autocompasión”, escribe Pedro Simón. Sólo hay 36 céntimos en la cuenta del mismo banco que les reclama más de 200.000 euros. Mañana, cualquier mañana, se quedarán sin casa.

Francisco, su hermana María y un tal Javier buscaban un techo y se lo robaron al banco.  Olisquearon para encontrar casas sin dueño de carne y hueso en un pueblo de Andalucía. Empaquetaron la intimidad que habían desperdigado por ahí y se presentaron a los vecinos atónitos para alejar la mala fama de okupas desordenados. “Hay más casas vacías esperando familia”, cuentan. Puede que cunda el ejemplo y esas propiedades que han engullido los bancos indignos se llenen de personas que reclaman el derecho a una vivienda, aunque no sea digna.

Entonces me han entrado unas ganas locas de abrazar las paredes blancas de gotelé de la Calle Cartagena número dos sexto derecha. Mi casa es un escondite y un salvavidas, es el lugar dónde todo lo importante ha nacido, crecido y muerto. Es un mapa de mi pasado y una salida de emergencia. Aquí está el olor del desayuno y el tacto de las cortinas que dejan pasar el sol de por las tardes. Los libros, las fotografías, las fiestas, las promesas, las peleas, los gritos y hasta el rincón secreto donde se guardan los billetes de 100 euros.

Tengo la enorme suerte de poder tocar estas paredes. Puede que un día no tenga nada mío salvo a mí. Pero eso no es lo que me ha dado miedo. Lo que de verdad me ha acojonado es que haya tenido que leer en los periódicos dos historias sobre personas sin hogar para darme cuenta de que vivo aislada sin preguntarme qué pasa a mi alrededor, en el piso de abajo, dos casas más allá, en aquel barrio, en esta ciudad. 

Y aquí viene la tercera historia, no me había olvidado. Esta la ví ayer en el cine. Se llama El hombre de al lado. Cuenta cómo un diseñador gafapasta con mucha pasta se levanta un día con el sobresalto del taladro del vecino que quiere hacer una ventana en su casa. Los dos se pasan las dos horas discutiendo sobre un hueco en la pared que para uno es una violación de la intimidad y para otro la única posibilidad de tener un poco de luz. Cuando acaba la película, el espectador se da cuenta de que se están separando para siempre dos absolutos desconocidos que fueron incapaces de salvar los tres metros de aire que les separaban. Así que así me he sentido hoy. Rodeada de desconocidos que de vez en cuando gritan auxilio a través de los periódicos para aferrarse a su hogar. 

14/9/11

Rojo sobre el mar


Pasan los días y pesa el aire seco, desgastado
Suena un graznido negro y el ejército
que marca los minutos pierde la guerra bajo el desierto.

Al mismo tiempo
los ríos alimentan la sed de los océanos 
los llantos nuevos beben la leche de las madres.



Sangra la vida, ríe la noche. 


Al mismo tiempo siento
tu piel  rojo sobre el mar  tu espalda
el cielo abierto   lengua y calor   tu risa  


siento 
aunque la vida sangre 
aunque la muerte ría.






8/9/11

Breve Historia del periodismo

Al principio de todo, un explorador vestido de marrón cogió una pequeña barca desde Oz hasta la siguiente playa. Cuando llegó, probó y escupió algunas frutas silvestres y comprobó con satisfacción que el idioma que allí hablaban era bastante parecido.  Escribió lo que había visto en un papel que llevaba doblado en el pantalón, añadiendo algunas metáforas y un par de datos útiles y regresó a su casa de escaleras de madera de pino. Así nació el periodismo.

Aproximadamente cinco años después, aquel mismo tipo emprendió un segundo viaje. Esta vez lo hizo en tren y recorrió casi 300 kilómetros hasta una ciudad del norte. Con la boca abierta y una pluma estilográfica en la mano izquierda (su jefe sabía que los zurdos tenían una especial sensibilidad y por eso le mandaba fuera), descubrió que el progreso había llegado a Xanadu, pues así se llamaba aquella ciudad. Recorrió calles con luces de neón y edificios altísimos. Contó 50 personas con maletín, 13 calvos, seis parejas que se besaban, tres cabinas telefónicas y ningún perro. Intentó conversar con varias personas pero enfermó de impotencia, cuyo principal síntoma es saber que no puedes hacer nada. Volvió a su casa de escaleras de madera de roble un poco más pensativo y escribió el relato esa misma noche.

A la mañana siguiente, el periódico publicó la historia abusando del sensacionalismo y a la hora del croissant el presidente del Gobierno concluyó que debía asociarse con aquella ciudad del futuro. Dicho y hecho, escribió cartas y telegramas, exigió con urgencia un traductor y envió a su homólogo de Xanadu el mejor jamón de pata negra. En apenas una semana empezaron las obras de una línea de alta velocidad entre las dos ciudades y al mes siguiente los dos jefes brindaron con champán y le declararon la guerra a un pequeño país que ambos habían estudiado pero ninguno conocía que se llamaba Macondo.

Nuestro héroe, que ya por entonces se presentaba como periodista y que había huído del anonimato al nombre artístico (firmaba como Jack Lemmon), fue ipso facto nombrado corresponsal de guerra. Al traje de explorador le añadió un chaleco antibalas y allá que fue, la primera parte en alta velocidad y la segunda un ratito a pie y otro caminando. Envió las crónicas de los bombardeos, tembló de  miedo y comprendió que el único error de los habitantes de Macondo (aparte de apellidarse todos Buendía, qué manía) había sido nacer cerca de un yacimiento petrolífero. J.L estiró el interés periódistico tres semanas más y después, se fue, más delgado y sin petróleo.  

El país vencido, la ciudad de baldosas amarillas y la ciudad del esplendor se reagruparon y formaron la Nación Unida, porque Naciones Unidas ya estaba registrado. Firmaron la paz y la Constitución en una misma tarde. El petróleo repartió riqueza, la riqueza repartió metros cuadrados de cemento para las familias y las familias fueron a toda prisa a por una televisión y kilos de palomitas.

Mientras tanto, nuestro intrépido héroe intentaba en vano convencer a su superior de que más allá de las montañas había ciudades sin descubrir, idiomas nuevos y frutas desconocidas. Incluso le advirtió del peligro de la Nada. Por desgracia, su jefe se limitó a instruirle en el noble arte del cotilleo, enseñándole las mejores posturas para escuchar detrás de las puertas, las ventanas, los suelos y hasta las jaulas de las mascotas. Le explicó claramente que su labor era informar de puertas para adentro, pero sin molestar al señor con corbata que había pagado el edificio donde estaban teniendo esa charla entre amigos. Así empezó a morir el periodismo.

Y pasaron los años. En Nación Unida se duplicó el número de profesiones, todos los toboganes fueron sustituidos por máquinas expendedoras de café, y los tomates perdieron su sabor. El héroe de esta historia, un día antes de jubilarse, lanzó un mensaje de socorro, que fue interrumpido en los 10 últimos segundos por un anuncio de una colección de muñecas de porcelana china.

Pero siempre hay un pero. Unos minutos antes de aquel discurso, otro joven cuya televisión estaba averiada, dio un portazo y empezó a caminar hasta la costa. Y allí, más vintage y más atractiva, seguía aquella barca del principio. Desde entonces, no se han tenido noticias de él. Pero eso no significa que no haya encontrado una buena historia. 

PD: Para un mejor disfrute de la lectura, pinche usted en los enlaces y/o en esta canción. 

6/9/11

Vete


Roba un trozo de mar abierto,
vete,
compra el sabor de los besos calientes.

El camino está lleno de estatuas de sal devoradas por buitres
que nunca echan a volar.

Vete
Sigue las huellas de los valientes que pierden siempre. 
Vete ya, no hay tiempo.
El tren te llevará hasta el precipicio del instante en que comprendemos la muerte.


Y entonces, cuando se cierren las heridas y vuelvas a respirar a mediodía, 
escribe.


William Klein

3/9/11

Una oferta que no podréis rechazar


Todo es inútil y nada sirve para casi nada, así que he decidido que me voy a casar con un mafioso. No os alarméis porque es algo que llevo pensando aproximadamente cuarenta y tres minutos y es un plan tan maestro que seguramente querréis imitarme. Yo encantada.

Desde los cuentos infantiles hasta las charlas de nuestros sabios progenitores pasando por los discursos de algún premio Nobel y algún presidente estadounidense (no, no siempre coinciden) el mensaje siempre ha sido el mismo: lee a los clásicos, estudia una carrera, cede el asiento del autobús y una vida llena de felicidad, monedas y justos planes de pensiones sabrá recompensarte.

Ante esta indignante porquería, solamente quedan dos opciones: hacer las maletas y poner un puesto de collares en alguna isla o, siendo más realistas, entrar en la mafia. Como soy una chica con ambición, escojo lo segundo. Pero como también soy un poco miedica, en vez de apretar el gatillo y enfundarme yo el Armani y la pistola, creo que lo más sensato será ser la mujer de (esto me lo  ha enseñado la televisión en los ratos muertos en los que no leía a Cervantes).

¿Por qué los mafiosos son los que mejor se lo montan? Esto es una pregunta retórica. Básicamente, es una cuestión de saber elegir. Eligen no hacer cola en los sitios, saborear la venganza y el tacto de los billetes. Eligen ser respetados y temidos, imitados y odiados. Eligen tener mansiones y adrenalina, pasta exquisita, alcohol y drogas, favores de la policía y de los jueces. Y cuando han elegido se preguntan qué hace falta para tener todo eso. El famoso e igualmente respetable “el fin justifica los medios”, que es  poco más que una pistola y un grupo de amigos.

Hasta aquí muy bien, salvo por un detalle. Parece difícil saborear estas mieles y entrar en este mundo de Travoltas con traje capitaneados por cualquier Don Vito siendo del sexo débil. Me hago cargo. Ya os dije que el objetivo no era serlo sino casarme con uno de los nuestros, perdón, de los suyos. Preferentemente italiano, por la dieta mediterránea y porque Sicilia es un paraíso sin asfaltar, pero estoy dispuesta a dejarme querer por alguno del este soviético, que suelen tener el cuerpo lleno de tatuajes.

Así que, cuando me disponía a elaborar la lista de todas las cosas que tengo que hacer para encontrar, conquistar y cazar al mafioso en cuestión, me he dado cuenta de que ¡ya lo había hecho todo! Como os lo cuento. Se andar con tacones y la pasta es lo único que cocino decentemente. Soy discreta. Se lo que es la traición y no me da miedo la muerte. Se bailar twist o al menos imitarlo. Conozco el silencio necesario y he necesitado escuchar. Cuido mucho a mis amigos, el negro es uno de mis colores preferidos y en la universidad incluso me enseñaron qué era el secreto profesional. Así que ya está. Estoy preparada y esperando. Pero, por si él tarda en aparecer, me voy con Robert, y , como decía él: "Hay tres maneras de hacer las cosas: bien, mal y como yo las hago"

28/8/11

Raíces en la sangre


No sé en qué momento dejé de escribir. Tampoco recuerdo cuando empecé a olvidar los sueños de la noche anterior y de las noches siguientes. Pues bien, esta sequía de textos, esta triste ausencia prolongada se debe sólo a una cosa: el amor.

Hace tiempo tuve una conversación con un amigo en la que hablamos de cuentos y cuentistas y llegamos a la conclusión de que casi siempre escribimos cuando estamos tristes. Cuando hay más espacios que besos, más tiempo que vida.

Los que me conocéis, sabéis que tengo tendencia a contarlo todo, a desvelar el sorprendente final de las historias alrededor de una mesa o del otro lado del teléfono, pero estas teclas negras siempre habían sido una barrera. No vendo carnaza, todavía. (y así me irá en esto del periodismo)

Pero he cambiado de opinión y quiero que lo sepáis. Me han jodido pero soy una romántica y pienso seguir siéndolo. Y después de la espantada general, más bajito, digo: Give love a chance (Lennon, perdóname, tu encontraste a Yoko).

Conocí a un chico. Me gustó su pelo y su jersey azul y me dijo que quería vivir en Berlín. Trabajábamos en el mismo periódico. Al principio no hablábamos mucho. Pero alguna vez dibujamos el mismo futuro y recordamos un pasado parecido. Hacía frío y era nuestro cumpleaños. Y en un bar de Lavapiés le regalé un cuaderno. Pasó el tiempo sin que pasara nada y en abril empezamos a compartir el césped de mediodía. El me regaló una máscara de un país lejano. Nos esquivamos queriendo besarnos hasta que un día de mayo nos chocamos.

Y mientras repasábamos la forma de aquellos besos, llegó aquella revolución que hoy parece un espejismo. Sol y gritos de miles en las noches de mayo. Entonces nació la esperanza de los que estaban dormidos. De madrugada, entre tiendas de campaña y delirios de grandeza, los desconocidos hablaban de política y él, en silencio, me abrazaba.

Se acercaba el verano. Cada día era nuevo. Cada gesto, cada palabra, cada viaje. Juntos nos asomamos al mar para comprobar que estábamos insignificantemente vivos. Construimos un lenguaje. Nos aprendimos de memoria la piel y las palabras mágicas.

Un día de agosto se acabó todo. Tuvo miedo. No hacen falta más detalles. Pero a veces duele tanto la verdad que prefieres seguir mintiendo. La idea de separarnos y no volvernos a ver me dejaba como sin piernas. Era como si yo hubiera echado raíces en su sangre. Recuerdo esa frase que leí hace poco.  Siempre hay alguien que lo ha dicho mejor que tú. Pero él no parecía tener sangre, ni fuerza. Así que aquello fue una despedida. 

Después de la tragedia griega, me  tocaba hablar a chorros para limpiarme los ojos. Eso hice. Eso y abrir las manos para intentar coger alguno de los interminables remedios que todo el mundo ofrece. 

Y después de la resaca, después de huir por avión y en carretera, después de un final del verano que no ha tenido bicicletas pero sí muchas risas, pasta siciliana y brindis con vino, sólo tengo claro que el amor es lo único que de verdad merece la pena. Sé que esto es más cursi que una postal de la Torre Eiffel en un atardecer o una versión   cinematográfica de una novela de Jane Austen, pero os prometo que es verdad.

Volveré a enamorarme porque quiero hacerlo. Por los nervios antes de que todo empiece y por las primeras veces. Por la complicidad que se mide en las miradas. Por todos los que lo hicieron antes. Por Shakespeare y por Casablanca. Por las camas que se convierten en refugios. Por las cartas, los poemas, los gritos, los gemidos y hasta los mensajes escritos en el vaho de los cristales. Por los mapas hacia nuevas ciudades,  y por seguir creciendo mientras baste una caricia para hacerte sentir vivo. 


24/5/11

Los tiempos están cambiando

Hoy es el cumpleaños de Bob Dylan. Aquel tipo despeinado agarrado a una harmónica y compañero fiel de la nostalgia escribió hace ya mucho tiempo una canción sobre el cambio y el tiempo: "Más vale que empecéis a nadar si no queréis ahogaros. Mantened los ojos abiertos, porque esta oportunidad no volverá a repetirse. Porque los tiempos están cambiando".

Aquella letra podía haberse escrito en los pasillos de la plaza que brilla: la Puerta del Sol. Porque me parece que todo ha cambiado en una semana. En siete días, la cúpula del metro se ha convertido en una inmensa pizarrra del ingenio y el enfado. Las farolas son las guías para no perderse en la marea y los cartones tirados, camas para los valientes. Las dos fuentes se han callado, transformadas en escenarios que esperan un discurso, una palabra huérfana, una audiencia entregada. El reloj de las doce campanadas es el guardián del éxito de los pacientes. El quiosco de prensa, siempre abierto, el único faro del que quieren fiarse los marineros que a veces pierden el rumbo. El caballo de Carlos III es una bandera de resistencia. Los cables, las vigas de esta ciudad de lona y piedra y las cuerdas, tiendas de tender de las que cuelgan frases del pasado recién lavadas.

Si queréis conocer este lugar, todavía hay habitaciones disponibles, con vistas y pensión completa. Por la mañana se sirven churros y se reparten manzanas verdes de madrugada. También hay biblioteca, con cómodos sillones, guardería, un equipo legal muy competente y hasta  una enfermería (de momento sólo da remedios contra la hiperactividad, no ha habido violencia). Hay agua para todos, aunque no es suficiente para calmar a quienes llevan años sedientos.

Pero no os confundáis. Esto no es un hotel con encanto, ni un experimento, ni una anécdota, ni una conspiración, ni una rabieta. Esto es Historia. Con mayúsculas. Es debate y análisis, discusión y reflexión, dudas y aciertos, derechos y deberes, exigencias y sueños, votaciones y aplausos. Es emocionante. Pone la piel de gallina.

Y a pesar de que el mundo parezca girar en otro eje y gran parte de la población siga actuando como el avestruz que esconde la cabeza y no se pregunta nada, seguiré creyendo en la fuerza de la acampada de Sol. A pesar de la prepotencia de quienes han vencido y creen que tienen carta blanca para recortar todavía más y de quienes son incapaces de asumir la derrota, seguiré creyendo en la fuerza de los ciudadanos informados, críticos y valientes que sueñan con un futuro mejor. Ciudadanos que se reunen en multitudinarias asambleas en esta plaza de las Sol-uciones y votan levantando los brazos y las manos. Personas indignadas que forman comisiones para organizarse. Que definen lo que quieren (reformar la ley electoral, eliminar a los imputados por corrupción de las listas electorales, abolir los sueldos vitalicios e incrementar el salario mínimo, regular la condición del becario, implantar la tasa Tobin...y estas son sólo algunas de las propuestas). Que hablan con libertad. Que exigen respeto. Que comparten sueños.

Y si pasa el tiempo y la realidad vuelve a escupirnos, recordaré las imágenes de esos días de la Spanish Revolution. Imágenes de una plaza en la que no se podía respirar, de un grito mudo a medianoche, de "no nos representan", de besos robados, de carteles y firmas, de micrófonos, votaciones, risas, y, sobre todo, orgullo, por haber formado parte de aquellos que un día gritaron: ¡no!

20/4/11

Riesgo y Altura

Tiene 25 años, alergia a las manzanas y una melena rubia que se enreda con facilidad. Se llama Isla porque sus padres se conocieron al subir a un barco. Él nació tres meses después, lleva doce sin ver el mar y cuatro días manteniendo la promesa de no volverse a enamorar. Se llama Alfredo porque su madre adoraba a Fred Astaire pero creyó que un nombre inglés se pasaba de moderno.

Los dos están en una terraza de una calle ruidosa de Madrid. Isla bebe a sorbos un café con leche que se ha quedado helado mientras escribe en un ordenador. Alfredo, con una tijera en la mano, bucea buscando historias inauditas en las esquinas de algunos periódicos. Entre las cuatro y las cinco de la tarde recorta un ladrón ciego, un bebé abandonado en una panadería y un mensaje en una botella. Isla, en cambio, suspira con el ceño fruncido frente a la pantalla; apenas ha escrito dos líneas.

-¿Eres periodista?, pregunta Alfredo, mientras gira la silla para mirarla de frente.

-Ya no. Lo era. Ahora….estoy intentando escribir. Pero algo me dice que éste no es el mejor lugar para encontrar la inspiración. ¿Alguna sugerencia?

Alfredo sonríe. Sí que tiene una idea.

-En la calle todo el mundo va con prisa. Todo dura un segundo y casi nada es de verdad. Pero si miras a las personas cuando creen que nadie las ve….seguro que encuentras material de sobra para empezar a escribir.

-Oye, antes de que vayas a proponerme cometer algún delito, ¿quién eres, cómo te llamas, que haces aquí?, pregunta Isla, mientras se coloca un mechón rubio detrás de la oreja derecha.

-Deformación profesional, supongo. Soy Alfredo, Guía turístico de Madrid. ¿Tienes algo que hacer ahora? Si vienes conmigo, te llevo a un sitio desde el que podrás espiar de forma totalmente legal.

Isla mira hacia otro lado, como siempre que se pone un poco nerviosa y luego dice: "De todas formas, tampoco tenía dinero para otro café. Vamos."

Alfredo trabaja en los autobuses turísticos de Madrid. Son rojos y tienen dos pisos, imitando a sus ancestros londinenses. Le pide a Isla que suba hasta el segundo piso y se siente en la última fila. Él se coloca a su lado y se queda mirándola algunos segundos, mientras los turistas ocupan los asientos, despliegan mapas y afinan las máquinas de fotos. Antes de que despegue, susurra al oído de Isla:

-Desde aquí estás a la misma altura que el primer piso de todas las casas por las que vamos pasando. Es verano. Las ventanas están abiertas. Mira. Sólo tienes que mirar.

El autobús arranca.


Madrid. Antonio López.


En el número 22 de Gran Vía, Isla ve a una pareja en la cama. Ella está encima de él, desnuda. En el número 46 ve a un grupo de diez bailarines ensayando una coreografía. La profesora grita “¡Sólo nos quedan dos días, esto va a ser un desastre!”. En el número 50 un señor con traje y guantes coge un abrecartas en forma de espada y se lo clava en la palma de la mano a otro hombre. Isla ve la sangre a pesar de la distancia y quiere gritar, pero ya están en el número 60, donde una madre canta a su hijo mientras lo mece entre sus brazos.

Llegan a la calle Princesa justo cuando el guía hace una pausa para aclararse la voz. Suena una música de swing y Alfredo mueve discretamente los pies. Isla le mira de reojo y, sin querer, se acuerda de Fred Astaire. Pero se acaba la canción, y continúa el relato. En el número 25 de Alberto Aguilera, Isla pasa de largo por una clase de matemáticas y otra de historia. En el número 39 un chico joven llora en el teléfono y repite “Por qué, por qué”. En el número 45 ve a otra pareja haciendo el amor, en el suelo, pero él está tumbado sobre ella. En el 67 un viejecito agachado sobre una mesa arregla relojes bajo una lámpara y en la ventana de al lado Isla está casi segura de que la mujer sobre la cama lleva varios días muerta.

Finalmente, el autobús llega al punto de partida. Los cazadores de imágenes eternas salen, satisfechos y sonrientes. Alfredo se acerca a Isla, que mira pensativa su cuaderno, lleno de frases, palabras, tachones.

-¿Y bien señorita, ha disfrutado nuestro recorrido por Madrid?

-¿Puedo volver mañana?, pregunta Isla, mientras recoge sus cosas.

Alfredo afirma y asiente. “Cuando quieras, claro”. Isla, a punto de bajar de este barco rojo de dos pisos, le mira, se acerca a él, y dice: “Ya se me ha ocurrido una historia para hoy. Pero falta una cosa. El principio. Es lo más importante, y lo más difícil. Y quiero que ésto sea el principio”, dice, un segundo antes de acercar sus labios a los de Alfredo.

31/3/11

Ésto no es una despedida

Regla básica del periodismo:  un artículo nunca debe empezarse con un tópico. Por eso, lo arreglaré diciendo que, antes que yo, esta frase la pronunciaron todos los dictadores de la Historia, la mayoría de los niños y hasta Cenicienta antes de descubrir que le faltaba un zapato: parece mentira lo rápido que pasa el tiempo.

He intentado recordar todo, pero no puedo. No es que tenga amnesia, es que estoy convencida de que ayer fue 1 de julio, hacía un calor abrasador, tenía un oído entaponado, estaba de los nervios y pisaba, por primera vez, un periódico.

El primer día, un tipo de cuyo nombre no puedo quiero acordarme nos metió en una sala acristalada - luego descubriría que era el lugar sagrado donde los jefes deciden qué es noticia- y nos fue ubicando por secciones. Internacional estaba justo al lado. La primera frase de Pako, "María, ¿tu cuántos idiomas hablas?", las presentaciones y la explicación fundamental: "Ésto es el planillo: aquí puedes ver quién viene hoy" (bueno, más o menos...).

Después pasaron los días. El calor abrasó Rusia y las lluvias inundaron Pakistán. Euforia, avalancha y tragedia en un concierto en Alemania. Los disidentes que consiguieron abandonar Cuba. Cómo olvidar a aquellos 33 chillenos atrapados bajo tierra, el Ave Fénix que los rescató, la disciplina en la oscuridad y los focos de la fama tras la salida. Y a toda velocidad llegó el campamento de El Aaiún y la lucha saharaui rescatada del olvido. Assange o cómo un tipo más bien listo puede volverse loco. Las filtraciones, los mensajes secretos.

Y en diciembre el mundo entero empezaba a cambiar pero nadie estaba preparado. Olía a jazmín en Túnez, y El Cairo entero gritaba desde una sola plaza. Al Jazeera a todo volumen. Dictadores de cartón convertidos en piezas de un dominó. La sensación de estar viviendo algo que -esto sí- será recordado durante años. Cuando la Ira se había convertido en un murmullo, la tierra nos recordó, de nuevo, que somos diminutos. Terremoto en Japón; una ola gigante se traga media isla. Eso no es todo. Todavía falta el apocalipsis, la emergencia nuclear. ¡Un momento! Me parece que al fondo se oye, todavía, el ruido de las bombas sobre Trípoli. Seguimos vivos. 

Sonrío al recordar, porque se la suerte que he tenido al estar en una sección que no ha tenido un momento de descanso. Echaré de menos esa actividad constante, los teletipos urgentes, las apariciones súbitas de coroneles libios que alertan al pueblo sobre los peligros de mezclar las drogas con el nescafé. Las prisas cuando a las diez de la noche no llegaban los textos, o no había manos para editarlos. Los gritos de los de últimas noticias pidiendo paso y pretendiendo que el presente no dure más segundo, los titulares a toda página, la alarma, la emoción, la noticia en una palabra.

Pero hay muchas más cosas que voy a echar de menos. Los "poquito a poco" de Aitor, el soldado en bicileta y relaciones públicas de la sección . Las explicaciones del planillo del día de Pako. Las correciones de Ana y sus vocecitas extrañas (más cuando avanza la tarde). Poner títulos (lo más difícil). La risa de Isabel, la más contagiosa del ala internacional. La ironía de Fátima. El robo anónimo de periódicos y, por supuesto, las montañas de periódicos sin orden ni concierto. Las intervenciones, siempre en la diana, de Gionata. Los gritos impresivibles de Amanda (a veces está bien despertarse). Las llamadas de Carlos Fresneda. Los ordenadores que tardan siglos en encenderse. La complicidad que me habéis dejado compartir con vosotros. Las galletas de chocolate y los regalos dulces de los viajeros. La dulzura de Rosa y la sonrisa siempre disponible de Silvia. El tenderete de frutas que monta cada día Pako en su mesa. Los gráficos que no caben. A monsieur Dupont y la cucharilla de café que recoge los restos de un cerebro. Las impresoras que van a su ritmo. Las preguntas de Ana intentando que me eche novio. Los hallazgos zoológicos de Isabel. Las anécdotas contadas en los tiempos muertos (ah no, que de eso no había). Los móviles de los jefes sonando sin respuesta. Los dedos de orbyt que siempre me hicieron gracia porque me imagino dedos de verdad. 

Y no me olvido de los que también se van hoy (o casi). Las discusiones en la máquina de café: por la guerra, por el periodismo, por los chicos, por las chicas. Hasta por Bécquer. La maldita Bolsa, las entrevistas a los alcaldes, y el más veterano, en voz baja, ofreciendo un trozo de Tigretón. Las invitaciones que rechazamos haciéndonos los locos. Las conversaciones rápidas, los planes viajeros, el drama de ser pobre. Los minienamoramientos, los discursos musicales, las aspiraciones diplomáticas, las canciones descubiertas, cómo cambiar el mundo, las quejas, los sueños, "Yo me llamo Íñigo Montoya", el maldito twitter y.... ¡Maldita sea, no nos queremos ir! (Alex, Mayte, Guille, Pablo, espero que sigamos en contacto).

A todos, hasta pronto.

18/3/11

Nieve antes de la primavera

La habitación está casi a oscuras. Al fondo se escucha una canción francesa y el eco de los maullidos que buscan espinas. Las paredes blancas están cubiertas de calendarios con las fechas tachadas en negro. Y todos los meses de enero, febrero y marzo pertenecen al mismo año: 1952.

En el centro de la sala un hombre mayor con cara de haber perdido algún tren y más de un amigo está sentado en una silla de madera. Se rasca la barbilla como si casi quisiera arrancarse la piel mientras a su lado, arrodillada, una mujer algo más joven le mira con lágrimas en los ojos.

-Miguel, por favor. No puedes pasarte aquí encerrado todo el día. Escúchame, ven conmigo. Esas fechas acabaran volviéndote loco.

Pero Miguel siente la piel caliente bajo sus uñas de rabia. Y la consciencia de la vida en algo tan insignificante hace que se derrumbe un poco más.

-No puedo. Se que no lo entiendes. Pero necesito volver a repasar cómo pasó. Necesito reconstruir los días, las horas. Tengo que saber qué día murió para así tener un día en el que recordarla.

Entonces, la mujer se levanta del suelo y mira por la ventana. Fuera nieva con fuerza. Los gatos se han callado. También la aguja de la música está helada. Se limpia el agua en los párpados y dice:

- Y qué más da el día. ¿No te das cuenta? ¿Cómo vamos a tener la suerte de tener un día cuando no sabemos ni siquiera en qué lugar está?

El 31 de marzo de 1952 murió Águeda. Sus padres llevaron el pequeño ataúd hasta el cementerio del pueblo. Al día siguiente regresaron para poner la lápida, pero esa noche había nevado tanto, que fueron incapaces de encontrar el lugar donde la habían enterrado.

5/3/11

Si

Si me cuentan que las tropas de Gadafi están bombardeando varias ciudades de Libia, lo creeré, porque he oído el ruido de las explosiones y he visto cuerpos sin vida en la pantalla. Si me dicen que el abastecimiento mundial del petróleo depende de lo que suceda en ese mismo país, veré con buenos ojos que venga Estados Unidos a salvarnos. Si la televisión me bombardea con un tal Galiano, sus vestidos sedosos y sus extravagantes maneras, hablaré de él. Si los Premios Goya van a parar a Pa Negre, iré a verla. Si  las revistas critican las tetas embutidas de Penélope Cruz en un vestido rojo, yo haré lo propio con su culo. Si en la publicidad sólo existe la belleza, juzgaré a la gente por su cara o su talla. Si hay que hacer regalos, querré dinero para hacerlo rápido. Si me falta tiempo, avanzaré deprisa, aunque me pierda. Si me pierdo, quiero que me salven. Si me ofrecen ayuda, rechazaré la oferta.

Si sólo aparecen dos partidos políticos en los medios, asumiré que no hay otras opciones y defenderé que la política es inútil. Si los titulares de los periódicos son resúmenes de trapos sucios de tipos con corbata, acabaré por creer que todos los que se dedican a la política son gente sin escrúpulos. Si me cuentan que ayer hubo una masacre en Costa de Marfil pondré el grito en el cielo sin pensar cuánto tiempo llevaba sucediendo hasta que un periodista decidió contarlo porque ése día sobraba una página del periódico o 2 minutos y medio para meter un vídeo.

Si critican las banderas, yo también, aunque tenga una grabada en mi identidad. Si atacan la religión, también  huiré de ella, aunque no pueda entender la cultura ni la Historia sin ella. Si todo el mundo viaja ocho horas hasta Nueva York, querré ir, aunque no conozca las ciudades a menos de 100 kilómetros de aquí. Si me dicen que la justicia es lenta, no confiaré en ella. Si me hablan del futuro, haré planes sin pensar en el presente.

Si me hablan de amor, me dará miedo. Si me hablan de placer, pediré amor. Si no conozco el dolor, me creeré imbatible. Si me prohíben algo, reclamaré la libertad de poder hacerlo. Si tengo libertad, preferiré disfrutarla viendo pasar el tiempo.

Si alguna de estas frases te despierta, estamos salvados. Si no es así, sigue buscando en Internet.

15/2/11

La luz

Las sombras nadan en remolinos de lágrimas. Suena el eco, enfermo, nocturno. Cadenas de deseos atropellados, deseos mudos, deseos que sólo sobreviven en la atmósfera del sueño. Más tarde, cuando las agujas de la sangre corten el aire, te atrapará el frío y sus fantasmas.


Por eso ha llegado el presente. Pétalos azules cubren las esquinas de este paisaje sonámbulo. Deprisa, deprisa. El sur, la sed, silban los ausentes, los que tuvieron que irse sin quererlo.


Nada es transparente, pero la luz. Siempre la luz. Prueba de vida, faro de los desheredados, la luz.


8/2/11

Un minuto

Abrígame
he leído las huellas recientes de tu historia
y me faltan siete mil noventa y dos palabras para pedirte
una noche un secreto una cama deshecha
la piel perdiéndose en el tiempo
las horas bebiéndose el deseo

Abrázame
porque todas las miradas son cucharas metálicas vacías
porque tengo miedo de no encontrar el amor
porque no quiero olvidar como somos ahora
y los aviones están quietos y el mar revuelto y mi cuello
pide a gritos tus labios

No quiero saber qué pasará mañana

Hoy viviré contigo


Roumanie. Henri Cartier-Bresson (1975)