12/10/09

La culpa la tiene la televisión

Redoble de tambores. Señores, señoras, en la pantalla de televisión, con todos ustedes, una nueva comedia romántica. A tres metros de la diabólica caja tonta, tumbada en un sofá rojo, una chica que se acerca peligrosamente al cuarto de siglo degusta un trozo de bizcocho. Evidentemente, está compitiendo con Samsung 32pulgadas para ver quién de los dos fallece primero por sobredosis de azúcar. Es domingo por la tarde, y, como todo el mundo sabe, este es el día oficial de las parejitas felices. Es oportuno precisar que, de vez en cuando, el séptimo día también es utilizado para otros dos menesteres: deberes estudiantiles dejados para el último momento o, simplemente, dormir, sobar, quedarse grogui.

Pero observemos con detenimiento la escena.
La chica, que casualmente está atravesando un catarrazo de tres pares de narices (no teman, no es gripe A), aparece rodeada por un manto de kleneex usados. Sonríe...¿por qué sonríe? Para saberlo, giren su cabeza hacia la pantalla de televisión. Atención: escena final de la película, el chico está declarando su amor a la chica. Reconózcanlo, el final de la película es realmente sorprendente ¿verdad?

Pues si ya están sorprendidos, esto acaba de empezar. La joven que yace en el sofá blandito ha cometido un enorme error, en el que cae, sin remedio, cada vez que se sitúa frente al rectángulo negro: Ha creído que estas historias existen aquí, en este mundo.

La película está rozando el final. La pareja se abraza. La música sube. La cámara se aleja mientras el beso continúa y aparecen los títulos de crédito. Vuelvan a girar la cabeza. La ingenua joven de nariz taponada está al borde de las lágrimas.

En ese momento, esa chica a la que estamos observando empieza a pensar en ÉL. Siempre hay uno. Ingenua, tremendamente ingenua, piensa que ella también puede vivir una de esas historias. Y como le gusta torturarse pone música. Y aunque sabe que lo más indicado, en un momento así, sería poner cualquier ritmo frenético muy útil para cambiar de tercio, su dedo índice elige una de esas canciones en las que suena algún piano triste y una voz quebrada.

Pero, señores y señoras, el espionaje no ha acabado. Los días pasan. Nuestra joven se cura del catarro. De vez en cuando recuerda algún fragmento de aquellos días en los que las horas pasaban rápido. Poco a poco, olvidará y, tan contenta, abandonará las comedias románticas envenenadas por otro tipo de productos televisivos (probablemente algún reality show porque la joven observada tiene muchos vicios). Pero hay cosas que no tienen remedio. Esta chica que suspira demasiado volverá a caer en los brazos de algún ÉL. Y ustedes pensarán….¡la pobre! (porque a estas alturas del texto, admítanlo, se han encariñado con la prota). Se equivocan.

Y es que lo que esta chica desconoce (y quizá, lectores, tampoco lo sepan) es que para ganar hay que jugarse el tipo. Va a resultar que el maldito profesor de gimnasia del colegio tenía razón. Igual que cuando recorres los restaurantes italianos de una gran ciudad en busca del tiramisú perfecto. Igual que cuando escuchas miles de canciones hasta que hay una que te pone la carne de gallina.

Alejémonos. La joven, de lo contrario, notará nuestra presencia vigilante. Antes de partir,amigos, por favor, sean benévolos con esta pobre escritora de pacotilla que cree haberles engañado contándoles que ésta y la observada son dos personas diferentes. ¡La culpa de todo la tiene la televisión!

15/4/09

Alexandro

Alexandro está tocando acordes con aires de folclore. Tiene la mirada perdida, la vista cansada y un jersey cosido y descosido con recuerdos. De vez en cuando, vigila la caja acolchada del teclado y cuenta las monedas de veinte céntimos.

En sus mejores días se atreve con grandes éxitos populares, porque sabe que entonces secuestrará más pares de orejas.

Pero en general, Alex, como todos le conocen, se ahoga en melodías desconocidas que suenan a herida abierta.

Lleva diez años sentado en el mismo lugar:

Plaza Elíptica. Correspondencia con la línea 11. Un pasillo interminable. Hormiguitas con ojeras que baten récords esquivando a otras tantas hormigas que avasallan.

Alexandro tiene los dedos cansados, toca seis horas seguidas, para más de quinientas personas que le dedican un par de miradas. Después de la música, en casa se pone las gafas de maestro y pasa las partituras mientras su hijo tartamudea con las teclas del teclado. Contiene el aliento mientras ve crecer los frutos del exilio.

Un día cualquiera a las 9 de la mañana, hay un vacío. No está el teclado, ni la butaca endeble: las manos de Alexandro y el eco se han callado. Al día siguiente tampoco, ni al siguiente.



Al tercer día, en el escenario de Alex hay un ramo de margaritas.

Y entonces, pocas horas después, llega Francisco, con una guitarra en la mano izquierda y un sobre en la derecha. Al final de la escalera mecánica, con los ojos enrojecidos, por el metro y la pena, desde la línea 6 avanzan Abdoulaye y Moussa, con djembés y otro ramo de flores. Bajan las escaleras Mariana y Mercedes, con rosas y lágrimas.

Se acercan, se miran a los ojos y ocupan las paredes invisibles del teatro bajo tierra. Y entonces, todos los pasajeros se van parando y observan el silencioso duelo. Devuelven a Alexandro todas las miradas que le debían.







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